domingo, 27 de mayo de 2018

Volad alto

Hace mucho tiempo que no escribo aquí. Hoy es un gran día para hacerlo y dejar a todo aquel que lo quiera el discurso que pronuncié para mis chicos de 2º de Bachillerato, con ocasión de su graduación hace apenas dos días.
Quiero compartirlo.


            Querida comunidad educativa del IES Juan de Herrera, queridos alumnos, graduados, equipo directivo, profesores, madres, padres y demás familiares y amigos: me ha correspondido la tarea de pronunciar el discurso de despedida y voy a enfocarla contándoos algunas historias. Traigo esta tarde cinco relatos que cuentan con un denominador común y cuyo punto de partida son un pequeño ramo de cualidades que os deseo para la vida.
            La primera historia habla de paciencia y de constancia. Se inspira en un mito griego y comienza en el momento en que los dioses, aburridos de su tiempo infinito y circular, deciden encargar a dos hermanos la creación de criaturas con las que llenar los espacios inferiores y entretenerse mirándolos, como se hace con los peces en un acuario. Uno de los hermanos comenzó a fabricar seres vivos que poblaron todo, de un extremo al otro de la tierra. Puso en ellos toda clase de dones: alas, aletas, picos, piel, pelo, escamas, aguijones, garras. Mientras el otro hermano, que era un perfeccionista, se tomaba su tiempo, diseñando cuidadosamente una creación, el primero agotó todos los recursos que le habían proporcionado. Así que tuvo que ingeniárselas de otra manera y terminó construyendo a su criatura de agua y tierra. Su constancia obtuvo premio, porque la criatura era la más destacable de la naturaleza: era bípedo, hermoso, con una cosa que se llamaba logos y que servía a la vez para pensar, para hablar, para hacer cuentas y para comunicarse con los dioses; pero era débil, delicado y su piel fina no le protegía del frío ni de los ataques de las otras criaturas. Los dioses le prestaron atención un poco, al principio, pero luego se olvidaron de él. Pero su creador, que se llamaba Prometeo, terminó apiadándose de ellos: robó unas chispitas del carro del sol y les transmitió el fuego, a escondidas y a costa de la autoridad de los otros, los que habían tenido la idea de crearlo.
            El desafío de la supervivencia fue sólo el primero de los que tuvo que afrontar el ser humano, esa criatura bípeda cuyo logos era lo único que podía suplir su escasez de pelo, de escamas, de alas o de garras. Prometeo llegó a pensar que lo único que había hecho había sido traerse problemas a sí mismo, sobre todo cuando lo encadenaron al Cáucaso por proteger a su criatura imperfecta frente a los designios egoístas de los dioses.

            La segunda historia habla de pasión. Cambiamos un poco de tercio y de los mitos nos vamos a hablar de palabras y de sus significados. O sea, de etimología. Este relato lo protagoniza una persona de diecisiete años, dieciocho, o sea, alguien como vosotros, que también un día dejó el Instituto donde había pasado los que hasta entonces fueron los cuatro años mejores de su vida. Cuatro años es apenas una isla en la vida de un adulto; pero en la de un adolescente, vosotros lo sabéis, es un largo periodo de aprendizaje y descubrimiento. La persona de la que os hablo descubrió nada menos que una vocación durante aquellos años. Esta palabra tiene que ver con el verbo latino voco, llamar; entonces, una vocación es una vocecita que uno oye más o menos por aquí y que le dice, con variantes, camina por ese lado, ve por ahí… Se parece también a una linterna que alumbra el camino de lo que uno ama; es el reverso, por tanto, de la pasión. El caso es que aquella persona de diecisiete años, que estudiaba humanidades por un par de azares del destino, tuvo primero la pasión y luego la vocación. Y la pasión eran las palabras. Nada más y nada menos. Con un acto de soberbia propio del Eurípides más duro, soñó con manejar todas las palabras del mundo. Muy pronto, apareció la verdad de una célebre cita: Ars longa, vita brevis; el significado es más o menos que es probable que el mundo no te dé tiempo a que te lo comas entero. La buena noticia es que sí se le pueden hincar buenos bocados si uno descubre lo que ama y lo atesora como una perla delicada; y no deja que se destiña o se desluzca porque, aunque pasen los años, sigue cuidando de esa pasión y abrillantándola.  

            La tercera historia habla de tradición y continuidad. Recurre otra vez a la historia de Prometeo, aunque lo habíamos dejado aparcado en la primera historia. Olvidemos que estaba encadenado en su Cáucaso particular, en lucha encarnizada por una idea de educación universal; olvidemos incluso que unos cambiantes buitres en forma de leyes educativas le devoraban el hígado durante noches enteras. Luego se le regeneraba, a la mañana siguiente, porque al fin y al cabo tenía su perla, su linterna y, cada día, al menos un par de ojos asombrados al otro lado de una mesa: los de quien acaba de despejar una x, comprender una etimología muy complicada, una asociación sintáctica o la palabra exacta de una traducción.
            Recordemos que Prometeo se había ido a robar el fuego y se lo había dado a los hombres, su amada criatura imperfecta. Y en el fuego les daba no sólo calor para compensar su tremenda falta de pelo, plumas y escamas; no sólo les proporcionaba un modo de defenderse de las alimañas nocturnas o una manera de asar la carne o de cocer el pan. Además, les había entregado la LUZ. Lo que los hombres recibían a espaldas de otros tiránicos dioses era un arma grandiosa, peligrosísima, a veces dolorosa: el conocimiento. El hacerse preguntas. La disconformidad. La capacidad de buscar en medio de lo que antes era una oscuridad omnipresente. El sólo sé que no sé nada.
            Todo eso representa el fuego.
            Y los hombres guardaron la chispita de Prometeo para transmitirla a sus hijos. Y luego a los hijos de sus hijos. Y luego a los nietos, a sus biznietos y a sus tataranietos. Y algunos se llamaron maestros y otros alumnos, aunque a veces los papeles se invertían y también aprendían los más viejos algunas cosas. Y la criatura bípeda aprendió a compensar así su falta de recursos en otros aspectos.    

            De curiosidad habla la cuarta historia de esta tarde. El fuego era peligroso, ya lo hemos dicho, y a veces podía usarse para hacer daño a otros; otras veces causaba daño a quienes lo usaban, aunque tuvieran cuidado. Con el tiempo, hubo personas que aprendieron que quemarse no estaba bien y se fueron ocultando voluntariamente de la acción directa del fuego. Otros fueron reducidos por la fuerza y pasaron varias generaciones, también ocultos. Un buen día, todos coincidieron en una caverna. No era una de esas cuevas húmedas, llenas de murciélagos y arañas venenosas. No, en realidad era bastante cómoda. Sus dueños la habían acondicionado hasta el punto de volverla acogedora: tenía un largo sofá para descansar y una pantalla enorme y lisa sobre la que se proyectaban interesantísimas imágenes. Hombres y mujeres paseando, jóvenes cabalgando musculosas monturas, parejas que se abrazaban y susurraban palabras tiernas, niños que jugaban con peonzas y tabas… A veces, también aparecían personas que se iban a una isla a sobrevivir o se encerraban en una casa a insultarse. No es que manejaran muy bien el logos, pero era entretenido de ver. Tal vez no había nada mejor.
            Pero un buen día, un prisionero, un joven de alma inquieta, vio escaparse una chispa mínima de un fuego oculto. Se paró delante de sus ojos como una luciérnaga anaranjada y estuvo titilando hasta que terminó apagándose. El joven sintió una punzada nostálgica en algún punto del pecho. ¿De dónde vendrá eso? Y llevado por un impulso irrefrenable se levantó y se fue. Descubrió entonces que detrás de ellos, en la entrada a la caverna, había un estrecho pasillo que los separaba de un mundo exterior cuya existencia ni siquiera había sospechado. En el pasillo ardía un fuego que convertía las imágenes de lo de fuera en las sombras de la pantalla. Pero fuera… fuera había un universo entero de figuras de carne, hueso y pasión. Fuera todo era luz, colores, nubes y sol, aromas, sabores y músicas. Las tabas y las peonzas de los niños entrechocaban, entrechocaban los besos de amor de las parejas, resonaban los timbales, resonaban los cascos de los caballos en los caminos.
            El joven inquieto quiso entonces compartir con sus compañeros de caverna todo lo que había visto. No tenía palabras para describirlo, así que lo mejor que podía hacer era lograr que ellos también salieran. Entonces… ¿sabéis cómo acaba esta historia? La cuenta muy bien el filósofo Platón. Los otros presos, lejos de seguirlo, deciden matar al joven inquieto.
            ¿Entonces, defendemos la curiosidad? El mito nos avisa del dolor que a veces conlleva el aprendizaje. Pero yo voy a hacerte una pregunta, a ti que has estado tantos días detrás de una mesa y que ahora miras fijamente, o piensas “a ver si acaba esto ya”. Tú, ¿quién prefieres ser? ¿El encadenado o el que se libera? ¿Quieres la experiencia, la pasión, quieres compartirlo con otros? ¿Quieres que enmendemos la plana a Platón y digamos que, por fortuna, algunos de los encadenados en la cueva se liberaron y salieron y olieron y bailaron al son de la música? No volvieron nunca a estar presos y cada día acrecentaron su libertad y a veces se quemaron con el fuego… pero aprendieron a vivir. 

            Con la quinta historia acabará, por fin, este discurso. Os hablo ahora de un tópico, no un mito, que todo el mundo conoce. Carpe diem. Coge el día. Cógelo como una fruta, sácale brillo, híncale el diente. Que no te engañe su apariencia: la manzana de oro está también para eso. Sé que sabréis hacerlo, porque lo he visto. Sé que amáis, porque a veces el amor, como dice Safo, os golpea como el viento sacude las copas de los árboles monte abajo; a veces también odiamos, o todo a la vez, y uno no entiende muy bien qué pasa, pero el caso es que lo siente y eso le tortura. Quienes comprendéis eso, ya tenéis una idea muy clara de eso de la pasión en lo que vengo insistiendo. Estáis preparados para descubrir en cada uno de los días que seguirán al de hoy una aventura nueva. Vosotros, que hoy os vais, sois parte de una maravillosa cadena de tradición y amor, como lo fuimos cada uno de los profesores que os hemos acompañado durante seis años; todos estos de aquí (que están hechos unos Prometeos). Como lo fui yo misma. Como lo habían sido mis profesores. Y los profesores de mis profesores.
Y aunque es probable que nosotros vayamos a ser pronto poco más que un recuerdo en vuestras bolsas vitales, también los que os vais nos dejáis algo. De este modo, un día como hoy es pasado y presente a la vez, pero sobre todo futuro: el vuestro. El que empieza ahora. El que os va a llevar a volar.
            Volad alto y lejos.