Hace mucho tiempo que no escribo aquí. Hoy es un gran día para hacerlo y dejar a todo aquel que lo quiera el discurso que pronuncié para mis chicos de 2º de Bachillerato, con ocasión de su graduación hace apenas dos días.
Quiero compartirlo.
Quiero compartirlo.
Querida
comunidad educativa del IES Juan de Herrera, queridos alumnos, graduados,
equipo directivo, profesores, madres, padres y demás familiares y amigos: me ha
correspondido la tarea de pronunciar el discurso de despedida y voy a enfocarla
contándoos algunas historias. Traigo esta tarde cinco relatos que cuentan con
un denominador común y cuyo punto de partida son un pequeño ramo de cualidades
que os deseo para la vida.
La
primera historia habla de paciencia y de constancia. Se inspira
en un mito griego y comienza en el momento en que los dioses, aburridos de su
tiempo infinito y circular, deciden encargar a dos hermanos la creación de
criaturas con las que llenar los espacios inferiores y entretenerse mirándolos,
como se hace con los peces en un acuario. Uno de los hermanos comenzó a fabricar
seres vivos que poblaron todo, de un extremo al otro de la tierra. Puso en
ellos toda clase de dones: alas, aletas, picos, piel, pelo, escamas, aguijones,
garras. Mientras el otro hermano, que era un perfeccionista, se tomaba su
tiempo, diseñando cuidadosamente una creación, el primero agotó todos los
recursos que le habían proporcionado. Así que tuvo que ingeniárselas de otra
manera y terminó construyendo a su criatura de agua y tierra. Su constancia obtuvo
premio, porque la criatura era la más destacable de la naturaleza: era bípedo,
hermoso, con una cosa que se llamaba logos
y que servía a la vez para pensar, para hablar, para hacer cuentas y para
comunicarse con los dioses; pero era débil, delicado y su piel fina no le
protegía del frío ni de los ataques de las otras criaturas. Los dioses le
prestaron atención un poco, al principio, pero luego se olvidaron de él. Pero su
creador, que se llamaba Prometeo, terminó apiadándose de ellos: robó unas
chispitas del carro del sol y les transmitió el fuego, a escondidas y a costa
de la autoridad de los otros, los que habían tenido la idea de crearlo.
El
desafío de la supervivencia fue sólo el primero de los que tuvo que afrontar el
ser humano, esa criatura bípeda cuyo logos
era lo único que podía suplir su escasez de pelo, de escamas, de alas o de garras.
Prometeo llegó a pensar que lo único que había hecho había sido traerse
problemas a sí mismo, sobre todo cuando lo encadenaron al Cáucaso por proteger
a su criatura imperfecta frente a los designios egoístas de los dioses.
La
segunda historia habla de pasión. Cambiamos un poco de tercio y de los
mitos nos vamos a hablar de palabras y de sus significados. O sea, de
etimología. Este relato lo protagoniza una persona de diecisiete años,
dieciocho, o sea, alguien como vosotros, que también un día dejó el Instituto
donde había pasado los que hasta entonces fueron los cuatro años mejores de su
vida. Cuatro años es apenas una isla en la vida de un adulto; pero en la de un
adolescente, vosotros lo sabéis, es un largo periodo de aprendizaje y
descubrimiento. La persona de la que os hablo descubrió nada menos que una vocación durante aquellos años. Esta
palabra tiene que ver con el verbo latino voco,
llamar; entonces, una vocación es una vocecita que uno oye más o menos por aquí
y que le dice, con variantes, camina por ese
lado, ve por ahí… Se parece
también a una linterna que alumbra el camino de lo que uno ama; es el reverso,
por tanto, de la pasión. El caso es que aquella persona de diecisiete años, que
estudiaba humanidades por un par de azares del destino, tuvo primero la pasión
y luego la vocación. Y la pasión eran las palabras. Nada más y nada menos. Con
un acto de soberbia propio del Eurípides más duro, soñó con manejar todas las
palabras del mundo. Muy pronto, apareció la verdad de una célebre cita: Ars longa, vita brevis; el significado
es más o menos que es probable que el mundo no te dé tiempo a que te lo comas
entero. La buena noticia es que sí se le pueden hincar buenos bocados si uno
descubre lo que ama y lo atesora como una perla delicada; y no deja que se
destiña o se desluzca porque, aunque pasen los años, sigue cuidando de esa
pasión y abrillantándola.
La
tercera historia habla de tradición y continuidad. Recurre otra
vez a la historia de Prometeo, aunque lo habíamos dejado aparcado en la primera
historia. Olvidemos que estaba encadenado en su Cáucaso particular, en lucha
encarnizada por una idea de educación universal; olvidemos incluso que unos cambiantes
buitres en forma de leyes educativas le devoraban el hígado durante noches
enteras. Luego se le regeneraba, a la mañana siguiente, porque al fin y al cabo
tenía su perla, su linterna y, cada día, al menos un par de ojos asombrados al
otro lado de una mesa: los de quien acaba de despejar una x, comprender una
etimología muy complicada, una asociación sintáctica o la palabra exacta de una
traducción.
Recordemos
que Prometeo se había ido a robar el fuego y se lo había dado a los hombres, su
amada criatura imperfecta. Y en el fuego les daba no sólo calor para compensar su
tremenda falta de pelo, plumas y escamas; no sólo les proporcionaba un modo de
defenderse de las alimañas nocturnas o una manera de asar la carne o de cocer
el pan. Además, les había entregado la LUZ. Lo que los hombres recibían a
espaldas de otros tiránicos dioses era un arma grandiosa, peligrosísima, a
veces dolorosa: el conocimiento. El hacerse preguntas. La disconformidad. La
capacidad de buscar en medio de lo
que antes era una oscuridad omnipresente. El sólo sé que no sé nada.
Todo
eso representa el fuego.
Y
los hombres guardaron la chispita de Prometeo para transmitirla a sus hijos. Y
luego a los hijos de sus hijos. Y luego a los nietos, a sus biznietos y a sus
tataranietos. Y algunos se llamaron maestros y otros alumnos, aunque a veces
los papeles se invertían y también aprendían los más viejos algunas cosas. Y la
criatura bípeda aprendió a compensar así su falta de recursos en otros
aspectos.
De
curiosidad habla la cuarta historia de esta tarde. El fuego era
peligroso, ya lo hemos dicho, y a veces podía usarse para hacer daño a otros; otras
veces causaba daño a quienes lo usaban, aunque tuvieran cuidado. Con el tiempo,
hubo personas que aprendieron que quemarse no estaba bien y se fueron ocultando
voluntariamente de la acción directa del fuego. Otros fueron reducidos por la
fuerza y pasaron varias generaciones, también ocultos. Un buen día, todos
coincidieron en una caverna. No era una de esas cuevas húmedas, llenas de
murciélagos y arañas venenosas. No, en realidad era bastante cómoda. Sus dueños
la habían acondicionado hasta el punto de volverla acogedora: tenía un largo
sofá para descansar y una pantalla enorme y lisa sobre la que se proyectaban
interesantísimas imágenes. Hombres y mujeres paseando, jóvenes cabalgando
musculosas monturas, parejas que se abrazaban y susurraban palabras tiernas,
niños que jugaban con peonzas y tabas… A veces, también aparecían personas que
se iban a una isla a sobrevivir o se encerraban en una casa a insultarse. No es
que manejaran muy bien el logos, pero
era entretenido de ver. Tal vez no había nada mejor.
Pero
un buen día, un prisionero, un joven de alma inquieta, vio escaparse una chispa
mínima de un fuego oculto. Se paró delante de sus ojos como una luciérnaga
anaranjada y estuvo titilando hasta que terminó apagándose. El joven sintió una
punzada nostálgica en algún punto del pecho. ¿De dónde vendrá eso? Y llevado por un impulso irrefrenable se
levantó y se fue. Descubrió entonces que detrás de ellos, en la entrada a la
caverna, había un estrecho pasillo que los separaba de un mundo exterior cuya
existencia ni siquiera había sospechado. En el pasillo ardía un fuego que
convertía las imágenes de lo de fuera en las sombras de la pantalla. Pero
fuera… fuera había un universo entero de figuras de carne, hueso y pasión.
Fuera todo era luz, colores, nubes y sol, aromas, sabores y músicas. Las tabas
y las peonzas de los niños entrechocaban, entrechocaban los besos de amor de
las parejas, resonaban los timbales, resonaban los cascos de los caballos en
los caminos.
El
joven inquieto quiso entonces compartir con sus compañeros de caverna todo lo
que había visto. No tenía palabras para describirlo, así que lo mejor que podía
hacer era lograr que ellos también salieran. Entonces… ¿sabéis cómo acaba esta
historia? La cuenta muy bien el filósofo Platón. Los otros presos, lejos de
seguirlo, deciden matar al joven inquieto.
¿Entonces,
defendemos la curiosidad? El mito nos avisa del dolor que a veces conlleva el
aprendizaje. Pero yo voy a hacerte una pregunta, a ti que has estado tantos
días detrás de una mesa y que ahora miras fijamente, o piensas “a ver si acaba
esto ya”. Tú, ¿quién prefieres ser? ¿El encadenado o el que se libera? ¿Quieres
la experiencia, la pasión, quieres compartirlo con otros? ¿Quieres que
enmendemos la plana a Platón y digamos que, por fortuna, algunos de los
encadenados en la cueva se liberaron y salieron y olieron y bailaron al son de
la música? No volvieron nunca a estar presos y cada día acrecentaron su
libertad y a veces se quemaron con el fuego… pero aprendieron a vivir.
Con
la quinta historia acabará, por fin, este discurso. Os hablo ahora de un
tópico, no un mito, que todo el mundo conoce. Carpe diem. Coge el día.
Cógelo como una fruta, sácale brillo, híncale el diente. Que no te engañe su
apariencia: la manzana de oro está también para eso. Sé que sabréis hacerlo,
porque lo he visto. Sé que amáis, porque a veces el amor, como dice Safo, os
golpea como el viento sacude las copas de los árboles monte abajo; a veces
también odiamos, o todo a la vez, y uno no entiende muy bien qué pasa, pero el
caso es que lo siente y eso le tortura. Quienes comprendéis eso, ya tenéis una
idea muy clara de eso de la pasión en lo que vengo insistiendo. Estáis
preparados para descubrir en cada uno de los días que seguirán al de hoy una
aventura nueva. Vosotros, que hoy os vais, sois parte de una maravillosa cadena
de tradición y amor, como lo fuimos cada uno de los profesores que os hemos
acompañado durante seis años; todos estos de aquí (que están hechos unos
Prometeos). Como lo fui yo misma. Como lo habían sido mis profesores. Y los
profesores de mis profesores.
Y aunque es probable que nosotros
vayamos a ser pronto poco más que un recuerdo en vuestras bolsas vitales, también
los que os vais nos dejáis algo. De este modo, un día como hoy es pasado y
presente a la vez, pero sobre todo futuro: el vuestro. El que empieza ahora. El
que os va a llevar a volar.
Volad
alto y lejos.
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